Tendida en medio de la soledad estaba la mesa vacía, iluminada por una vela eterna a los muertos de siempre. La casa que un tiempo estuvo llena de voces, de gritos, de peleas, de risas ahora es un cementerio de recuerdos, donde las cosas se agrían y se cuajan de nuevo en una especie de soledad tan vieja y salada como el agua del mar.
Había llovido tantos días que este lunes no era mas que otro día mas. Pero por fin lo había decidido, habría de quemar todo aquello que al fin y al cabo no eran mas nada... nada. Dudo un momento en lanzar al lodo todo aquello que fue una vez y creer que esperar un día mas tal vez le daría la alegría de la esperanza eterna que siempre a fuerza del amor hace mas fáciles los días.
Cuando escampo supo que no valía la pena. Al fondo del enorme patio cubierto de todo tipo de plantas, al final de esa selva personal, estaba el olvidado horno de tierra. Camino segura con la bolsa negra llena de pasado combustible, los metió todos al fondo del horno, acomodo los cocos secos en lugares específicos y lleno de nuevo la bolsa con aquellos que no habrían de servir en la incineración del ayer.
Pero deshacerse de los recuerdos no es cosa sencilla. Le tembló la mano al momento de querer encender el bonote del coco seco que habría de iniciar su purificación. Se dirigió a la casa nuevamente y sin pensarlo comenzó a hacer la masa para el pan. Habría de ocupar el ayer en algo productivo y hacer que finalmente el olvido se digiera hasta terminar en la fosa séptica de donde jamas habría de volver.
Del cigarro que fumaba, encendió el coco seco y un poco de madera de bocote, poco a poco comenzaron arder, empujo con la pala metálica del pan hasta el fondo el fuego primigenio, el cual rápidamente fue cubriendo el ayer con sus brazos incandescentes. Enseguida metió al horno las placas metálicas embadurnadas con manteca de puerco, sobre la cual descansaban las trenzas de sal y las dulces, las conchas con azúcar encima y los bollos para muertos.
El olor a pan recién horneado comenzó a inundar los alrededores. Al fin se había quitado de encima, para siempre, tantas cosas que le habían cauterizado el alma. Y una ligera mueca muy parecida a una sonrisa salió de sus labios mientras regresaba a través de la selva personal a casa, donde esperaría a que estuviera listo el pan cocinado con el ayer.
Había llovido tantos días que este lunes no era mas que otro día mas. Pero por fin lo había decidido, habría de quemar todo aquello que al fin y al cabo no eran mas nada... nada. Dudo un momento en lanzar al lodo todo aquello que fue una vez y creer que esperar un día mas tal vez le daría la alegría de la esperanza eterna que siempre a fuerza del amor hace mas fáciles los días.
Cuando escampo supo que no valía la pena. Al fondo del enorme patio cubierto de todo tipo de plantas, al final de esa selva personal, estaba el olvidado horno de tierra. Camino segura con la bolsa negra llena de pasado combustible, los metió todos al fondo del horno, acomodo los cocos secos en lugares específicos y lleno de nuevo la bolsa con aquellos que no habrían de servir en la incineración del ayer.
Pero deshacerse de los recuerdos no es cosa sencilla. Le tembló la mano al momento de querer encender el bonote del coco seco que habría de iniciar su purificación. Se dirigió a la casa nuevamente y sin pensarlo comenzó a hacer la masa para el pan. Habría de ocupar el ayer en algo productivo y hacer que finalmente el olvido se digiera hasta terminar en la fosa séptica de donde jamas habría de volver.
Del cigarro que fumaba, encendió el coco seco y un poco de madera de bocote, poco a poco comenzaron arder, empujo con la pala metálica del pan hasta el fondo el fuego primigenio, el cual rápidamente fue cubriendo el ayer con sus brazos incandescentes. Enseguida metió al horno las placas metálicas embadurnadas con manteca de puerco, sobre la cual descansaban las trenzas de sal y las dulces, las conchas con azúcar encima y los bollos para muertos.
El olor a pan recién horneado comenzó a inundar los alrededores. Al fin se había quitado de encima, para siempre, tantas cosas que le habían cauterizado el alma. Y una ligera mueca muy parecida a una sonrisa salió de sus labios mientras regresaba a través de la selva personal a casa, donde esperaría a que estuviera listo el pan cocinado con el ayer.
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